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sábado, 27 de abril de 2013

Alemania: La segunda mayor potencia exportadora del mundo. (javiercuartas)



Desde 1986 los países centrales del euro bombearon a los periféricos recién incorporados a la Comunidad Europea, como España, ingentes recursos por las vías de los fondos estructurales, fondos de cohesión y Feoga. Hoy, 27 años después, España tiene más aeropuertos, muchos más kilómetros de Alta Velocidad ferroviaria y un equipamiento viario en muchos aspectos mejor que Alemania, un país que es el doble de grande y cuya economía es 2,5 veces mayor que la española y que fue en este tiempo el principal contribuyente a esos flujos.
A partir de 1998 la banca alemana fue una de las mayores financiadoras de la economía española, y proveedor de la elevadísima demanda de ahorro de los españoles para satisfacer su gran propensión al endeudamiento. Hoy el 83% de las viviendas de España están en régimen de propiedad y solo el 17% en alquiler. Los alemanes son dueños de apenas el 53,2% de los domicilios en los que habitan. El 46,8% de los hogares alemanes vive de alquiler.
Alemania es el primer contribuyente neto de la UE y también de los rescates de los países precisados de asistencia. El pueblo germano se resiste a seguir bombeando recursos -costeados con sus impuestos- para socorrer a naciones a las que ya financiaron con los fondos europeos desde los años 80 y también con crédito bancario desde los 90, y que en la generalidad de los casos se trata de países con una larga trayectoria de menores tributos, mayor defraudación y economía sumergida y edades de jubilación más ventajosas.
Los europeos precisados de rescates y ayudas acusan a Alemania de haber sido la culpable de sus desgracias, porque para abaratar el proceso de reunificación del país -aseveran- el BCE aplicó una estrategia de bajísimos tipos de interés que indujo a un negligente endeudamiento de empresas y familias en las economías de la periferia. Pero la política monetaria y los tipos nominales fueron los mismos para todos los países y mientras unos se endeudaron, otros no lo hicieron. Y esa política monetaria laxa, que empobreció a los ciudadanos ahorradores -caso de la familia tipo alemana-, fue muy celebrada en el sur de Europa, al extremo que algunos gobiernos, como el de José María Aznar (PP), se atribuyó como propio el mérito de una política monetaria.
Pero ni tan siquiera es verdad que el BCE tomara esa decisión con el único criterio de ayudar a Alemania a salir del marasmo en que se hallaba. La política de tipos de interés fue bajista en todo el mundo desarrollado. Desde la creación del euro en 1999 y hasta 2004 (la etapa con mayores déficits fiscales de Alemania) los tipos de interés del BCE estuvieron por encima de los de la Reserva Federal de EE UU (FED). La situación se invirtió a partir de entonces, con una política más expansiva en la eurozona que en EE UU, pero desde 2005 Alemania ya había restablecido el cumplimiento del objetivo de déficit del Tratado de Maastricht.
Los países del Sur y de la periferia sostienen que la riqueza alemana procede de lo que les compran los países más débiles del euro y que esto determina la necesidad alemana de sostener a sus socios. Pero para los germanos el planteamiento no es equitativo: sus socios consumen productos alemanes en el ejercicio de su estricta libertad (bien porque son fabricaciones de mayor calidad o como tal percibidos, o porque sus demandantes les atribuyen atributos de prestigio a los que se consideran merecedores), y rechazan que esa decisión libérrima unilateral se traduzca como una imposición a la contraparte: Alemania no debe socorrer a sus socios como imposición porque sus socios sean sus clientes por libre elección.
Esta asimetría (la relación es voluntaria para los periféricos y obligatoria para los países centrales) es más incómoda para Alemania en la medida en que la condición de cliente es volátil. Los que compran productos alemanes pueden dejar de hacerlo en cualquier momento. De hecho, ya está ocurriendo.
Los ajustes en la periferia -impuestos en buena medida como receta doctrinal por Alemania, pero también por la presión de los mercados financieros a través de las primas o diferenciales de riesgo desde enero de 2010- y el consiguiente hundimiento de la demanda interna en los países meridionales están reduciendo las exportaciones alemanas al resto del área y ello, junto con una desaceleración en la economía internacional (caso de China), está lastrando el crecimiento de la economía germana con un debilitamiento de sus constantes vitales.
Pero esto tiene efectos de segunda ronda. Hasta ahora Alemania era el segundo mercado y cliente de los productos de España, mientras que España apenas es el undécimo mayor comprador en el mundo de productos alemanes. Y aunque lo que España compra a Alemania es superior a lo que le vende, el peso de ambos flujos es mucho más significativo para el PIB español que para el germano.
Así que, en la hipótesis de romper esa relación, cualquiera de los países más débiles, caso de España, perderían más. De hecho, y aunque el conjunto del Sur ya no compra productos alemanes en la fastuosa cuantía de antaño, no es precisamente Alemania el país europeo que peor lo está pasando en la crisis. En PIB, paro y prima de riesgo los alemanes están entre los europeos que mejor están librando los efectos devastadores de esta fase crítica de la economía. Una vez más, la soga se rompe siempre por su extremo más delgado.
Y esto es así porque Alemania no vende solo al resto de la UE. Se trata de la segunda mayor potencia exportadora del mundo. De modo que es una economía muy competitiva en muchas áreas del planeta, y con mayor capacidad por tanto de pervivencia que cualquiera de sus socios en un gran mercado global.
La mayor debilidad y supeditación alemana de los países meridionales de la UE no deviene tanto de su dependencia comercial de esos países -aun siendo un factor muy relevante- como de otros dos factores: su doble condición de gran acreedor de esas naciones y mayor potencia del euro.
En tanto que mayor financiador de las economías periféricas, Alemania y su sistema bancario se enfrentan a la tesitura de que toda deuda, si se vuelve impagable, obliga a concesiones y renuncias a las dos partes: al prestamista y al prestatario. Y, de optar por preservar el euro y sus ventajas, Berlín, por ser la mayor potencia y el líder del área monetaria, deberá contribuir más que ningún otro país a cauterizar las brechas que subyacen en la endeble estructura de la moneda común y a achicar las grietas que amenazan su continuidad: la gran dispersión interna entre economías con elevados superávits y otras con déficits externos insostenibles y una acusada divergencia entre primas de riesgo, factores inconciliables con la pervivencia de una moneda común si no existen mecanismos de nivelación y redistribución.
El Sur, que también debe contribuir a superar esas fallas y agrietamientos, dice que ya ha hecho bastante y que deben ser los países del Norte y el Banco Central Europeo (BCE) -concebido a imagen y semejanza del Bundesbank alemán- quienes ahora asuman sus responsabilidades y liquiden esas distancias entre socios que se abren como abismos bajo el euro.
Frente a esta tesis, el BCE ha dicho que le queda poco margen, y que es la hora de las políticas fiscales de los gobiernos, que deben esforzarse para disipar las fuerzas divergentes que fragmentan el mercado de deuda soberana y neutralizando el mecanismo de transmisión uniforme de la política monetaria al conjunto de la Eurozona.
Al BCE se le acusa de pasividad y en ello se ve la sombra de Alemania. En ese reproche España ha sido muy beligerante desde la primavera de 2012. Pero el BCE, aunque ha actuado con menos intensidad que otros bancos centrales y con otros criterios y mecanismos, sí se ha implicado contra la crisis. Desde 2008, la Reserva Federal (FED) ha movilizado recursos hasta triplicar su balance; el Banco Inglaterra, lo multiplicó por 3,4 veces; y el BCE, aunque con menor ambición, no se quedó quieto: más que lo duplicó desde entonces.
La canciller alemana, Angela Merkel, está emparedada entre unos socios sureños que le piden más solidaridad, más políticas expansivas, más apuesta por el crecimiento y mayores dosis de generosidad, y unos compatriotas y unos votantes -los suyos- que le demandan todo lo contrario: frenar el bombeo de recursos desde el centro al perímetro de la Eurozona o, en todo caso, imponer severas condiciones y contrapartidas a esos flujos.
Cada vez más analistas sostienen -como acaba de hacer el FMI- que Europa se está descolgando del crecimiento y que, si antes había dos velocidades en la salida de la crisis, ahora ya se perciben tres: la de los emergentes, que, pese a la amenaza de la desaceleración china -principal comprador de sus materias primas-, siguen a la cabeza del crecimiento; la de EE UU, que los secunda merced a su política monetaria laxa y a la apuesta por los estímulos, y la de Europa, que se está quedando rezagada, junto con Japón, aunque Tokio ya ha puesto en marcha una magna operación de impulso monetario.
Economistas, analistas y divulgadores han venido alertando con escaso éxito desde 2010 de que si toda Europa hace ajustes, restricciones y recortes a la vez, si todos optan por la devaluación interna y las mismas políticas contractivas, la UE no saldrá de la crisis, o lo hará mucho más tarde y con más costes y sufrimientos.
Que alguien tiene que crecer y apostar por los estímulos que se abandonaron en 2010 ha sido un discurso de la izquierda que ahora ya suscriben los discípulos conservadores de Merkel, caso de Rajoy. Sus reprimendas y reproches al BCE y su nuevo discurso pidiendo medidas de crecimiento apuntan en esa dirección.
Merkel está condicionada porque quiere ganar las elecciones de septiembre y porque la sociedad alemana no está por el dispendio, ni por la inflación, ni por fabricar euros con alegría, ni por el consumismo a base de endeudamiento, ni por modificar una economía fundamentada en el superávit exterior como rasgo de identidad nacional.

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